viernes, diciembre 11, 2009

Cubilete, un cuento de Carballido - Segunda parte


Ciudad y puerto de Veracruz, donde tiene lugar el cuento de Emilio Carballido


CUBILETE

A Fernando Benítez

... tus minas el palacio del Rey de Oros...
RAMÓN LÓPEZ VELARDE



SEGUNDA PARTE


Iba a correr la nueva tanda cuando vio el rostro ansioso, el gesto tímido: alguien, junto a aquella columna, le hacía señas discretas y angustiadas. “Héctor Cervera”. Un hombre de otro universo, alguien que fue compañero de oficina y amigo, entre los muchos que ya no veía más desde que había obtenido un puesto sindical y por allí había entrado en el mundo de la política. No demostró haberlo visto, (“Hay que disimular, nunca se sabe”, otra de las nebulosas leyes en el código intuitivo de la mesa.) Se levantó como si fuera a orinar, y entró al edificio; ahí, fuera de la perspectiva para los otros, hizo señas a Héctor. Se abrazaron, se alejaron hacia un rincón.
A Héctor le habían pasado veinte desgracias: se le había muerto un hijo, había hipotecado su casita a medio construir. Y ahora la madre estaba muy enferma, en Baja California, ¿y con qué dinero iba a cruzar la enormidad del país, para llegar a tiempo?
Mario escuchó con emoción (un tanto distraída) las desgracias del amigo. Todo aquello conducía a un préstamo. Sí, lo habría ayudado de estar en otras circunstancias. Pero ahora importaba más esa inmediata tanda de coñaques (¿y cómo carajos iba a pagarla?) y no podía sentir realmente todo lo que aquel pobre le contaba.
—La polio. Pobrecito. Era tu hijo más... —Buscó la palabra. (El día anterior, don Leonardo le había contado un chiste a él, a Mario, y eso quería decir... ) — ...más listo. Pobrecito.
No supo continuar. Apretó el brazo de Héctor. Y la mamá, tan grave del corazón, ¿con qué se le complicó? No entendía bien si los pulmones eran del hijo o de la madre, o a quién pertenecían los riñones enfermos, o el hígado. Tanta víscera, y él ya estaba tardando demasiado, lejos de la mesa. Pobre Héctor, verdaderamente lo sentía. Tan impaciente estaba, no, tan condolido, que pensó darle en un gesto magnífico (se vio haciéndolo) su único billete de cincuenta pesos, que al fin tampoco a él le servía de nada. Y una extraordinaria cadena se desenredó en su mente, dando un chasquido, con todo el brillo de un relámpago. Se quedó viendo al otro, críticamente, catalogándolo: ojos húmedos y humildes, barba de dos días, ropa limpia y descuidada, decencia... La imagen misma de quien tiene tratos con la fatalidad.
—Héctor fíjate bien. Estoy sin un centavo. Pero me vas a repetir todo esto en la mesa, tal y como me lo has contado.
El otro no entendía; procedió a explicarle velozmente.