martes, febrero 24, 2009

Episodio juvenil, cuento de Juan Díaz Covarrubias


Grabado, Fuente: Obras de Don Juan Díaz Covarrubias Tomo I;
V. Agüeros, Editor; México 1902.


JUAN DÍAZ COVARRUBIAS

(1837-1859)

El malogrado poeta y novelista Juan Díaz Covarrubias nació en Xalapa el 27 de diciembre y murió fusilado en Tacubaya el 11 de abril. Durante su corta vida tuvo tiempo para publicar numerosas poesías, tres novelas y varios cuentos. Impresiones y sentimientos (1857) es una colección de artículos y bocetos de cuentos. El método favorito de Díaz Covarrubias es el de empezar por una moralización y luego concluir con una pequeña historieta que ilustre el defecto que se critica. Entre sus mejores narraciones cortas encontramos “La azucena y la violeta”, “La sensitiva” (1859) y “Episodio juvenil”, en las cuales predomina la nota sentimental y la idealización de los personajes. Sabe, sin embargo, pintar, y sus cuadros se nos quedan en la memoria. En este “Episodio juvenil” la nota dramática añade una dimensión a la anécdota, dando al relato un relieve que le salva de quedarse en simple estampa.

Biografía tomada del libro El cuento veracruzano (Antología), Colección Águila o sol de la Universidad Veracruzana, Xalapa 1966, p. 31.




Vistas de Los Berros, Xalapa, Veracruz.


EPISODIO JUVENIL

Entonces tenía yo catorce años y era feliz. Llevando una vida de estudiante vagabundo que en nada ocupa su imaginación, ni mucho menos su corazón.

Entonces Sofía no era más que una de esas graciosas jovencitas que forman el encanto de la casa, que van a esos establecimientos de educación franceses que hay en México, donde en vez del sentimiento se cultiva la imaginación de las niñas, donde en vez de procurar formar buenas esposas y modestas madres de familia, se forman jóvenes fastuosas que puedan brillar en los salones.

Yo, estudiante ocioso y romántico, acostumbraba pasearme durante las tardes de trabajo con mi libro debajo del brazo, por las sombrías alamedas de la parte de San Diego, y ella, niña consentida, hacía lo mismo en compañía de su padre y un hermano pequeñito.

Me agradaba verla pasar con su vistoso traje, viva, graciosa, mirándome al soslayo, y algunas veces solía esperarla de pie por los sitios por donde debía transitar para lanzarle tiernísimas miradas que eran correspondidas con una sonrisa de malicia.
Así marchaban las cosas.

Una tarde, el padre se sentó en una glorieta hablando animadamente con un anciano que lo acompañaba; y la niña en unión de su hermano comenzó a cruzar por la calle donde yo me reclinaba en una de las verjas que forman coto a uno de esos pequeños y graciosos jardines, ahora cubiertos de flores a causa de la estación.

A la tercera vuelta la niña se detuvo casi frente a mí y dijo con intención mirándome al soslayo y señalando a su hermano con su mano blanca y pequeña los rosales que a mi espalda se elevaban:

―Mira, mira, qué bonitas flores, lástima que tú seas tan pequeño y no puedas darme un ramo.

Yo me creí el héroe de una aventura galante, me remonté a la cortesanía de la Edad Media, y salvando ligeramente el enrejado, tomé las más hermosas, las uní con el lazo que señalaba las páginas de mi desencuadernado libro, y acercándome a ella con mi ramo en la mano, la dije con una galantería digna de cualquier caballero de la corte de Luis XIV:

―¡Puesto que tan hermosas le parecen a usted estas flores, menos bellas por cierto que su lindo rostro, sírvase aceptarlas como una ofrenda de la admiración que le profeso!

Este es el primer modo que aprende uno de galantear a las mujeres, y el más tonto de todos, pero yo quedé satisfecho de mi elocuencia y esperé su respuesta, de pie, con un aire medio cortado, medio calavera, y una risita de satisfacción que revelaba a leguas el estudiante de lógica.

―Las flores ―dijo ella con desdén dejando caer el ramo que yo había puesto en sus manos― ¿las flores para que las necesito?

Y se alejó sonriendo.

El ramo quedó esparcido por el suelo; ella continuó su camino contenta y yo me alejé por opuesto lado, creyéndome el héroe de un drama, mirando desvanecerse mi dulce ilusión, llorando el primer desengaño.

Después no la volví a ver, y poco a poco se fue desvaneciendo de mi memoria.
¡Ay! ¿Quién me había de decir entonces que había de llegar un día en que recordase llorando los pormenores de esta escena de mi primera juventud, en que el nombre de esa niña había de encerrar para mí toda una historia de lágrimas?

(De Impresiones y sentimientos)

Texto tomado del libro El cuento veracruzano (Antología), Colección Águila o sol de la Universidad Veracruzana, Xalapa 1966, pp. 32 y 33.

2 comentarios: